DOCUMENTOS. EL PULSO
Aristides de Sousa, el fascista justo
Aristides de Sousa Mendes, cónsul portugués en Burdeos en 1940, entregó entre 10.000 y 30.000 visas a judíos fugitivos y salvó sus vidas.
Aristides de Sousa tenía todo para vivir una vida placentera, olvidable. Se casó con su primera novia, se puso a hacerle hijos –llegaron a 14– y fue encadenando destinos consulares. Su carrera no terminaba de despegar: no siempre era discreto. En 1919, en Río de Janeiro, lo suspendieron por renegar de su Gobierno liberal; en 1923, en San Francisco, por pelearse con sus empleados. Estaba estancado, hasta que la historia vino a su rescate: el 28 de mayo de 1926 un general Gomes da Costa se levantó contra la república e instauró las bases del Estado Novo fascista cuyas proclamas católicas y nacionalistas le sonaron a gloria. Además, su profesor António de Oliveira Salazar era ministro de Finanzas; poco después sería presidente vitalicio.
En 1929 Sousa fue nombrado cónsul en Amberes y allí vivió 10 años casi calmos; en 1939 lo transfirieron a Burdeos. La guerra amenazaba, los acosos. El presidente americano Roosevelt convocó a los Gobiernos europeos a una conferencia en Evian para convencerlos de recibir refugiados; ninguno le hizo caso. Miles de judíos centroeuropeos rodaban por el continente, escapando, escapando. Portugal podía ser, para muchos, el puerto de embarque para completar su fuga a América, pero en noviembre de 1939 sus autoridades mandaron una circular –la 14– a sus cónsules diciéndoles que no debían emitir, sin consultar, visas a “apátridas, rusos y judíos”.
Todo se precipitaba. En junio de 1940 los alemanes avanzaron sobre Francia y cundió el pánico. De pronto, miles y miles de refugiados desbordaron Burdeos; buscaban cómo huir, y se corrió la voz de que el cónsul portugués les daba visas.
Nadie sabe bien qué le pasó: por qué ese señor inquieto pero serio, fascista convencido, se fue del otro lado. Algunos dicen que fue amor: se había prendado de una joven francesa, Andrée Cibial, con la que tuvo una hija que terminó reconociendo –sin por eso dejar a su señora. Él arguyó que fue un comando de su dios: “Si tengo que desobedecer, prefiero que sea una orden de los hombres y no una del Señor”, dijo entonces, místico.
Y desobedeció: “A partir de ahora daré visas a todos; ya no hay nacionalidades, razas o religiones”, dijo. Se discuten las cifras exactas, pero se sabe que en esos días de junio, febriles, terminantes, Sousa entregó entre 10.000 y 30.000 visas a judíos fugitivos: que les salvó las vidas.
Su Gobierno lo suspendió, lo juzgó y lo echó del servicio. Pero honró aquellas visas: un papel sellado era, todavía, un compromiso. Aristides de Sousa murió en 1954, arruinado; recién en 1966 el Yad Vashem –Memorial del Holocausto, en Jerusalén– lo declaró “justo entre los hombres” y plantó 20 árboles para su memoria. Desde entonces los homenajes se suceden con regularidad casi burocrática; los brindan Estados que siguen, como entonces, forzando a los justos a desobedecerles.
Fuente: El Pais