Francés de origen turco, repasa su historia en la Europa de los años 40. Logró huir rumbo a Estambul y cuando volvió, en 1946, ya nada era igual
Nada más sentarse en la silla, Albert Barbouth (París, 1933) deja una frase contundente: «No se puede perdonar». Y comienza a hablar de cifras. Millones y millones de muertos. «Eso no se puede perdonar», repite en un castellano más que decente que aprendió de sus abuelos: «Por eso siempre llevo a España en el corazón. Esta vez, no hubiera salido de casa para ir a otro país».
Este superviviente del Holocausto recibe a LA RAZÓN en una de las salas del Centro Sefarad de Madrid. Nada es casualidad.
En las paredes de la exposición, sobresalen las fotos en blanco y negro de los oficiales nazis.
También hay judíos: unos friegan obligados las calles de Viena ante la mirada de sus vecinos; también se ve a un par de jóvenes de Fürth, Alemania, con la estrella amarilla encima del abrigo. El mismo símbolo que a él le obligaron a llevar, en Francia, a partir de 1942.
Fue entonces cuando le comenzaron a llamar «sucio judío».
Asegura que «no tenía miedo», pero «tampoco entendía bien», cuenta un hombre que se define a sí mismo como «un charlatán».
En las paredes, un testimonio similar al suyo: «¡Un judío!… Todavía puedo oírlos gritando y riendo», denunciaba, en 1941, Victor Klemperer sobre el acoso de las Juventudes Hitlerianas. Barbouth no puede sentirse más identificado.
«Es difícil…», se detiene un hombre que aprovechó sus orígenes para ser repatriado a Estambul.
Con su padre muerto por enfermedad tras volver del frente, su madre, sus dos hermanos pequeños y él se subían a un tren el 12 de abril de 1944 con destino a Turquía con otros 166 judíos. Eso le salvó la vida.
Por Julián Herrero