DE LA BIBLIOTECA DE FREDY: “La Hija del Judío” de Justo Sierra O’Reilly – TERCERA PARTE / CAPÍTULO VI por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

TERCERA PARTE
CAPÍTULO VI

— Quiero, hija mía, abrirte mi corazón —dijo la maestra sentándose junto a María sobre la ruda tarima que servía de lecho a la novicia—. De esa suerte podrás con más confianza franquearme el tuyo, y eso te servira de consuelo.

María tomó una de las manos de la buena religiosa y la cubrió de besos. Sor Carlota prosiguió:

— Doy gradas humildísimas al cielo, hija mía, porque desde muy temprano, después de algunas pruebas dolorosas, he tenido fuerzas para arrancar de mi alma el germen de pasiones funestas. ¡También yo había creído que amaba a un hornbre!

— iAh! —murmuró la joven novicia—. Así, pues, el amor ha de ser siempre el orígen de todos los tormentos de la vida. Si yo no amara, madre mía, estoy casi segura que no me faltaría resignación y valor para someterme a cuantas pruebas se quisiese exigir de mí, pero… ya os lo he dicho: amo, y amo con delirio a un hombre de quien me considero índigna. El cielo ha intervenido para impedir esa unión que tal vez iba a ser funesta.

— ¡Funesta!… y ¿por qué?

— ¡Olvida usted que soy la hija de un perro judío!

— ¿Por ventura eres tú también judía?

— ¡Oh, no! Ya he dicho a usted que ignoraba de todo punto quiénes fuesen mis padres, ni hubiera sido capaz de sospechar que se atribuyese a ninguno de ellos la nota de judaismo.

— Pues, hija mía, debes despreciar esa preocupación; y si tal es el único motivo por el cual el Santo Oficio te persigue, no hay duda que su persecución es injusta.

— Bien ¿y la sociedad? ¿toleraría la unión de la hija de un judío con un caballero de sangre pura y no contaminada de tan odiosa mancha?

La religiosa quedó profundamente pensativa. Después de algún tiempo, como volviendo de un sueño, dijo bruscamente a su interlocutora:

— Mira, hija mía, pon tu confianza en Dios, que está leyendo lo que pasa en tu corazón inocente. Tal vez lo que te has figurado que es una gran dificultad, no lo sea en el supremo momento de tomar una resolución decisiva. Escucha mi pequeña historia, que acaso pueda servirte de lección en el estado en que hoy te encuentras.

Después de otra pausa continuó Sor Carlota:

— Has de saber, hija mía, que yo pertenezco a una de las familias que en la provincia son reputadas por ilustres. Al menos, tal es la opinión que la mía disfruta en la colonia, aunque, a decir verdad ignoro yo misma con qué fundamento, pues algunos de mis antepasados eran unos pobres pecheros de un poblacho de Castilla la Vieja, sin más títulos ni cartas de hidalguía que su valor para venir a estas regiones remotas en demanda de mejor fortuna, a costa de algunos riesgos y peligros. Respecto de la nobleza de mi padre, hay un secreto que yo sola poseo, pues soy la depositaría única de sus pergaminos, que me entregó al morir con especial encargo de mantenerlos en el más riguroso secreto, si no fuese en determinado caso. Como quiera, fue un riquísimo mercader de la villa de Campeche, y tanto sus riquezas como su buen corazón le granjearon un lugar eminente en nuestra pequeña sociedad. Eramos dos hermanas; la mayor contrajo matrimonio a disgusto de mi padre, con un caballero vizcaíno, vecino de Campeche, rico, puntilloso, de mucho influjo y de pretensiones un tanto exageradas. Su carácter desagradaba a mi padre, que era todo moderación y cordura, mientras que su yerno fue siempre un caviloso y algo egoísta, con sus puntas de impertinente. No tenía en verdad otra tacha; pero ésa fue bastante para rebajar de punto el placer que mi padre habría recibido con el matrimonio de mi hermana. Este disgusto cortó, tal vez, el hilo de sus días. Desde el momento de la boda, volvióse triste y melancólico, y a poco más de dos años bajó al sepulcro, descubriéndose el secreto que te he indicado.

María, que al principio de aquella narración, preocupada enteramente de su dolor, apenas había prestado una atención ligera a los preliminares de la conferencia, comenzó a sentir un vivo interés en ella e hizo un significativo movimiento de curiosidad y simpatía en favor de la hermana Carlota. Ésta, después de elevar los ojos al cielo, seguramente para dirigir unas preces por el alma de su padre difunto, continuó:

— Aunque mi padre me había dejado una fortuna independiente, el buen parecer me obligó buscar la protección del esposo de mi hermana, a cuya casa me transladé tan presto como los funerales se habieron terminado. Mi hermana era un ángel de bondad y de virtud, me recibió con todo el amor y cariño que me había profesado desde mis más tiernos años. Su esposo, aunque frío y severo, mostró para conmigo todo el miramiento y deferencia que podía yo apetecer en el estado de orfandad a que me veía reducida. Procurábanme, uno y otra, todos los goces y placeres inocentes a que podía aspirar en aquella situación; y en este punto jamás he tenido contra ellos el más ligero motivo de queja. Gozaba yo tranquila de todos esos placeres en el seno de una familia generalmente apreciada en el país, cuando todo vino a interrumpirse con las pretensiones que algunos caballeros mostraron solicitando mi mano. Puede suceder que tales solicitudes no se refiriesen exclusivamente a mi fortuna, que era cuantiosa; pero yo tenía esa aprehensión arraigada vivamente en el ánimo y con dificultad podría aceptarlas como sinceras.

— ¿Y por qué no, madre mía? —interrumpió la novicia—. Yo estoy segura que sus atractivos debieron ser muy poco comunes, supuesto que el tiempo no ha sido parte a destruirlos.

— No lo sé, hija mía —repuso la maestra algún tanto ruborizada—. Puede ser que tengas razón, aunque jamás he tenido tan buen concepto de mis perfecciones físicas, y no por modestia ciertamente, supuesto que nosotras pecamos con frecuencia por tener una idea elevada de lo que valemos, sino porque las repetidas lecciones que me había dado mi buen padre, víctima de algunos desengaños funestos, me habían enseñado a desconfiar de los motivos que suelen guiar a los hombres en su conducta. Tal vez era vicioso el extremo que yo había adoptado; pero al observar que muchos de los cabaJleros que solicitaban mi mano con un empeño casi frenético, apenas se dignaban fijar su vista y atención en algunas jóvenes damas de la villa, que evidentemente poseían una belleza superior a la mía, y cuyas cualidades morales atraían el respeto y alta estimación de personas juiciosas e imparciales; al ver que yo era objeto de preferentes atenciones y observaba que las otras damas eran escasas de fortuna, mientras que yo poseía riquezas que podían muy bien excitar en algunos el deseo de poseerlas, empecé a figurarme que la conducta de mis pretendientes no era muy noble y decente. Yo rechazé, pues, con energía, a aquellos fatuos e importunos caballeros, no sin causar alguna mortificación y disgusto al esposo de mi hermana, que había mostrado un interés decidido en que diese la preferencia a un joven compatriota suyo, precisamente el que cuadraba menos a mi carácter entre los varios pretendientes de mi mano. Sin embargo, no habiendo fijado aún mis ideas sobre la vida tranquila y apacible de los claustros, ni hecho un examen de inclinación o repugnancia de huir del mundo y sus vanidades, creí que yo misma llegaría a descubrir al hombre con quien podía ser feliz, sin necesidad de consultar ajenas opiniones. ¡Presunción necia y temeraria, que estuvo a punto de arrojarme en un abismo!

La hermana Carlota se enjugó entonces una lágrima con el ancho mangón de su hábito.

— Entre los varios concurrentes a la tertulia familiar —prosiguió la religiosa— había un joven marino llamado Juan de Hinestrosa, que servía a los intereses mercantiles del esposo de mi hermana, mandando la mayor y más considerable embarcación de la casa. Sus modales eran corteses, muy urbano su trato y agradable su figura. Cuando llovían los pretendientes de mi mano, Hinestrosa se mantenía taciturno a respetuosa distancia, sin atreverse a desplegar los labios, ni hacer la más ligera demostración. Sin embargo, yo que me había propuesto observarlo, creí descubrir en él una pasión ardiente y sincera, que no osaba declarar abiertamente, por temor de ofenderme. Mientras pensaba más en ello, mayor y más viva era mi convicción de que ese

hombre era el que mejor me convendría, si al fin había de resolverme a unir mi suerte con algún hombre y buscar mi felicidad en el matrimonio. Vuelvo a dar gracias al cielo por haberme librado de caer en una pasión funesta. No, yo nunca me apasioné de ese hombre; pero Hinestrosa era tan artificioso y diestro en manejar cierto género de intrigas, que, sin necesidad de insinuarse directamente, aparentando un respeto infinito y tomando un aire compungido cada vez que se trataba de mí y de mis pretendientes, llegué a persuadirme de que me amaba con sinceridad, sin tener en cuenta mi fortuna. Hinestrosa era español; pero desde muy joven tenía su residencia en Campeche, en cuya marina mercante llegó a formarse un hábil y diestro piloto. Sólo vivía de su profesión, no menos honrosa que sembrada de peligros; pero yo no tenía necesidad de buscar ajenas riquezas, cuando me bastaban las que había heredado, y con ellas podía ofrecer, me pesa el decirlo, un corazón recto, generoso y no contaminado con ningún sentimiento innoble o deshonroso. Creía hacer la felicidad de un hombre digno de mi inclinación, y desde luego determiné aceptar los obsequios de Hinestrosa, en el momento mismo que se resolviese a presentármelos. Demasiado artificioso y pérfido, no pudo ocultársele mi resolución, a pesar de la fría reserva que me había impuesto. Él asechaba todos mis pasos, estudiaba mis maneras y leía, a pesar mío, todo cuanto pasaba en mi corazón. Cuando creyó que la oportunidad había llegado, pidióme una entrevista que le fue otorgada. En ella me expresó sentimientos tan delicados y usó de un lenguaje tan insinuante para significar la pasión de que estaba poseído, que no me pareció justo ni humano diferir para más adelante mi consentimiento. Acepté sus votos y juramentos, y desde aquel instauite me resolví a tratarlo como a persona con quien había de desposarme. Así lo hice presente en mi familia.

La religiosa volvió a quedar pensativa por algunos instantes, como haciendo un esfuerzo para traer a su memoria todos los incidentes de la historia que estaba refiriendo a la novicia, que la escuchaba con una atención vivísima.

Después de esta breve pausa prosiguió:

— Luego que el esposo de mi hermana se hubo enterado de aquella resolución mía, se apresuró a desaprobarla mostrando el disgusto más profundo. «Hermana mía —me dijo—, yo sé muy bien que estás en libertad de hacer lo que te acomode mejor en un asunto de esta naturaleza; pero me parece que debías consultar con un poco de más detenimiento el decoro de tu familia. Hinestrosa es un cualquiera, un pobretón y, además, no respondo de sus buenas o malas cualidades. Vas a obligarme a despedirlo de casa, sin embargo de serme útiles sus servicios, porque yo no quiero, ahora ni en ningún tiempo, dar a entender a un badulaque semejante, que yo presto mi consentimiento a un enlace que me disgusta profundamente.» Confieso que el lenguaje de mi cuñado hirió mi susceptibilidad, y me creí ofendida por la expresión

de unos sentimientos tan depresivos a la persona que yo sola había escogido para otorgarle mi mano. Tal vez si se hubiese valido de otros términos, habría logrado dar un giro diferente a mis ideas. Así, pues, le dije con resolución que mi partido estaba tomado y que sus observaciones nada podían influir en un negocio que había ya meditado y resuelto con presencia de todos los antecedentes. Hinestrosa había partido a un viaje a Cádiz el mismo día en que acepté su solicitud ; y por lo mismo, mi cuñado no tuvo lugar de ostentar su saña contra él. Su indignación era tanto más viva, cuanto que no había sospechado antes las pretensiones del piloto, que desbarataban así la idea favorita que abrigaba de unirme con el joven vizcaíno cuya fortuna quería asegurar a expensas de la mía. Cuando en la villa se supo mi compromiso con Hinestrosa, consternáronse los que aspiraban a mis riquezas, aunque no faltaron personas sensatas que aplaudiesen mi determinación, ignorando, sin duda, la villanía y artificios de Hinestrosa. Mi buena hermana no se atrevía a contradecir las ideas de su marido, ni tampoco quería ofender la delicadeza de mis senitimientos. Así, pues, adoptó el partido de guardar silencio, limitándose a llorar cada vez que me veía empeñada en algún altercado con su esposo. Éste, sin embargo, resolvió, en lo sucesivo, ser más mirado y no exasperar mi ánimo iniítilmente, cuando tal conducta no podía menos de producir un efecto del todo contrario al que se había propuesto. De esta suerte, cuando después de ocho meses regresó Hinestrosa felizmente de su larga travesía, si bien le mostró una frialdad repulsiva, no se atrevió a despedirlo del servicio de su casa; pero tampoco le permitió que estuviese en tierra sino el tiempo necesario para descargar la fragata y cargarla de nuevo para un viaje a Veracruz. Imposible hubiera sido que Hinestrosa dejase de caer en la cuenta de lo que ocurría. Significómelo así en una breve conferencia que tuvimos antes de esta segunda partida, y desde entonces me pareció descubrir el germen del odio profundo que después ha profesado ese hombre al esposo de mi hermana. Sin embargo, yo debo hacer a éste toda la justicia que se merece. El mal concepto que tenía de Hinestrosa no era sino muy fundado, por desgracia.

Incorporóse en esto la religiosa, y haciendo a María un significativo ademán de que se esperase unos momentos, salió de puntillas para su celda.

 

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